La verdad es tu mentira
Líneas, garabatos, manchas… Algunos seguiremos dibujando, y viendo lo que nadie ve, al ver sólo lo que queremos ver. (Léelo otra vez, no es tan complicado). Viendo lo que nadie ve porque hoy sólo vemos lo que queremos ser. La más cruel de las mentiras se convierte en la única verdad. En grande, en mayúsculas… ¡y con luces de neón! Hoy no somos, hoy fuimos. Y a veces me planteo hasta eso; me planteo el verbo, el utilizar un plural… y todo ello con la cara de imbécil que se le queda a uno cuando abre los ojos tras despertar de un mal sueño.
La orquesta
Observo, analizo y capto todo. Y como no, fotografié los momentos que mañana me dirán lo que fuimos y lo que sentimos. Toda una historia, todo un universo de idas y venidas dirigido por un cerebro. El suyo. El mismo que en aquella orquesta llevó batuta y se disfrazó de líder y gran maestro. Marcaba ritmos, escribía melodías y hasta decidía quién haría el solo cada día. Pero en una orquesta funcionan todos a la vez, todos reman hacia el mismo destino; los instrumentos de viento, los de cuerda… todos van a la par. Y lo nuestro no fue un dúo, fue una lucha de titanes sin tregua, el premio era ser titular y el perdedor pagaba con su suplencia. Pocas veces lo conseguimos, pocas veces aguantamos el ritmo... Pero cuando luchamos codo a codo fuimos invencibles; fuimos el Ave fénix del cielo, Poseidón en el mar y hasta Reyes de nuestra propia tierra. Es lo que dicen por ahí, es lo que algunos murmuran: la unión hace la fuerza. Y eso es indiscutible, aunque suene a frase hecha.
La fiera
Ahora entiendo muy bien por qué aquello, más que orquesta, siempre pareció un Circo. Y es que se me adjudicó el papel de domador de fieras. ¡Pobre valiente metiendo la cabeza entre fauces, aún a sabiendas del riesgo que dicha acción conlleva! Porque uno puede estar loco, pero no ciego y estaba al tanto de lo que le había pasado a otras osadas cabezas. Por desgracia mi locura fue idolatrar a ese cerebro, a ese hacedor de calumnias convertido en enjaulada bestia. La misma fiera que en el peor de sus días se mostraba débil y en ocasiones me lamía y jugaba de forma sincera. La fiera que refugiaba su hocico en mi cuello, escondía las garras y calmaba sus penas. Y mis barreras se esfumaban ante tal expresión de generosa desnudez. Las paredes de mi mundo creadas por conjuros auto protectores morían y los violines sonaban para mostrarle el camino hacia un mundo de Arte donde no habrían cadenas. Le dejaban entrar en mi yo más íntimo, sin máscaras le mostré mi esencia entregándome a sus fauces para que hiciera conmigo lo que quisiera.
Quise salvarle, sacarle del circo, romper de su jaula los barrotes para que corriera libre y brillara en su selva. Porque le quería… sí. Pero le quería libre. Tal vez por mi buena intención pensé que no podría devorarme, porque siempre deseé su bien, aunque siempre existió un diálogo interno:
¿Cómo va a hacerlo?
Sí, sí… lo he visto con mis propios ojos. ¡Lo ha hecho con todos!
Pero ahora no es igual... ¡soy yo!
Lo sabes, cuando no te necesite devorará tu cabeza.
El payaso
Y allí, bajo la carpa del Circo Mundial de las Calaveras, me declaré payaso. Ni domador, ni hombre bala, ni mujer barbuda, ni mutante de dos cabezas… Un abatido payaso. Porque mientras se reía de mí a mis espaldas, yo con mi piel de hazmerreír y mi corazón desgastado, bombeaba canciones de amor eterno. La más desconsolada melodía del desamor. No sirvió de nada maquillarme en exceso; ni empolvarme de blanca palidez ocultándome en la noche, ni pintarme de rojo sangre una sonrisa radiante en el gesto. Ni tan siquiera llevar en la solapa flores de broma, calzado de goma o anillos que arrojaran agua.
La instantánea.
Todo y nada congelado en un instante. Eso pienso cuando tropiezo con esa foto. ¡Qué tonto fuiste! Creyéndote domador y no siendo más que un payaso. Un bufón para el rey, un sirviente fiel al que señalan y dicen ahora quiero esto, y mueve el culo sin pensarlo. Me ofrecía su mano y cuando estaba a punto de alzarme me soltaba y caía. Creo que le divertía dominar la situación. A veces me decía: la culpa es tuya por pisar el plátano y era tan tonto que hasta le creía. El público se regocijaba y reía… ¡mira qué tonto el payaso! Y mientras me hundía en la arena, mi protagonista ya cuchicheaba a las espaldas con el lanzador de puñales. La estrella invitada. ¡El gran lanzador de puñales! El hombre, el mito, la leyenda. El que nunca falla… y si falla ya está el payaso para limpiar la sangre… pero eso no se lo diremos a nadie. No haré leña del árbol caído, nunca me han gustado esas guerras. Al fin y al cabo tampoco pedí amor perpetuo y puedo entender el papel del mito en este cuento, aunque sinceramente, sí que esperaba una cosa: respeto. Por el cariño, por el afecto, por el apego… ¡vete tú a saber! Y al final, no obtuve ni eso. En la peor época de mi vida, con los tobillos pulverizados por soportar mi peso y el ajeno, me encontré solo y recibí la puñalada y el bocado perfecto. Dos heridas infectadas: la soledad ante una muerte y la cruda mentira mundana. Mis ojos tristes no mienten: será difícil confiar de nuevo en alguien y sobreponerse ante tal panorama.
La grandeza de las pequeñas cosas
Tampoco es una buena foto, me digo. El grano, el contraste, el dichoso contraluz… Pero es “la foto” y fue aquel momento. Nos acariciará en el futuro el recuerdo de aquello que vivimos, de aquello que fuimos en el momento justo de un “clic”, cuando parecía que se paraba todo lo conocido para dar paso a un ridículo gesto que sería inmortalizado: un beso. Uno, de los cientos sinceros que por mi parte hubo. El más mínimo y a la vez el más inmenso de los instantes. Susurro: La grandeza de las pequeñas cosas.
Ahora lleno de aire mis pulmones, cierro los ojos mirando al sol que calienta mi rostro, escucho mi respiración y juego con mis pies descalzos encima de esta verde y húmeda hierba. Cuando pienso en esas cosas siempre me invade un paz interna que me hace sentir lo maravillosa que es esta vida. Ahí está, ahí se exhibe mi síndrome de Stendhal.
Mi conciencia tranquila me hace ver que será bonito acordarnos de los besos, de vecinas delirantes, de flores cortadas por mis manos, del olor de la ropa recién tendida, del calor de aquel verano, de microclimas, de lo que nos gustaba aquella canción, del viento fresco entrando por la ventanilla de un coche, de las palabras bordadas por su voz, de mis labios silbando sin duda te quiero, de su sombra arrojada contra la acera, del movimiento de su pelo al compás de la brisa, de ambulancias que aúllan su nombre, de la amistad entre un gato y una paloma de un modo surrealista, de las sonrisas que le gané y de ridículas canciones y no menos ridículos bailes inventados. De lo que tuvimos, de lo que perdimos, de lo que nos queda y de lo que no regresa… Pero hay que aprender a soltar si lo que quieres es seguir andando. Apenas importa creer o no que algo de aquello llegó a ser cierto. Hoy la realidad es que no distingo verdad de farsa en mis recuerdos. ¿Cuándo empieza una y cuándo termina la otra? ¿Cuál es el límite que las separa? Si te mienten una vez, pueden hacerlo una, y otra… y otra… ¡mil versiones! Y pocas de ellas cotejadas ¿Cuándo sabes dónde termina la mentira y dónde empieza la verdad? La pregunta del millón. Grabaré esto en mi cerebro, en la sección preguntas sin respuesta… Entre otras sinrazones y sinsentidos, justo al lado de la absurda frase ¿por qué era veneno si olía a canela?
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